Veinte disparos contra un automóvil no buscan asustar: buscan “corregir”. En el Perú de hoy, parece que la bala cumple la función que antes tenía el derecho a réplica. Al vehículo del periodista chalaco Antonhy Rumiche no le dispararon por error ni por confusión; fue como escarmiento por informar. Tanto así que desde hace meses ejerce su oficio con chaleco antibalas, como si la credencial de prensa viniera ahora con manual de supervivencia. Su delito fue hurgar donde no debía: en las presuntas irregularidades del poder regional del Callao.
Días antes, en Aguaytía, región Ucayali, las balas alcanzaron a Mitzar Castillejos, conductor de Radio Latin Plus, hoy suspendido entre la vida y la muerte en una UCI.
“Exigimos una investigación inmediata”, repiten comunicados y pronunciamientos que se pierden en el eco de la indiferencia estatal. Las autoridades escuchan, asienten y archivan. Como si no entendieran —o no quisieran entender— que cuando se dispara contra periodistas no solo se intenta callar una voz, sino apagar una parte de la democracia. La libertad de expresión no muere de un solo tiro, se desangra lentamente ante la inacción del Estado.
Este 2025 ha sido un año negro para el periodismo peruano. En enero asesinaron en Ica a Gastón Medina, director de noticias de Cadena Sur. En mayo cayó Raúl Celis, periodista de Radio Karibeña, en Iquitos. Y a inicios de diciembre fue acribillado el conductor de Kamila Noticias en Guadalupe, La Libertad. Tres nombres, tres balas finales, tres historias que ya no podrán contarse. La estadística se vuelve macabra.
El Gobierno tiene una obligación que no admite excusas: garantizar que los periodistas puedan trabajar sin miedo, sin chalecos antibalas, sin la certeza de que una investigación puede costarles la vida. Si no puede hacerlo, que al menos tenga la decencia de admitirlo. Porque cuando el Estado falla en proteger a quienes informan, no solo pierde el periodismo: pierde el país entero.




