En política, como en la vida, el sueño tiene sentido, la interpretación es real. Meditando sobre el destino del Perú encuentro esta profecía del libro de Daniel: “Tú, rey, has tenido esta visión: viste delante de ti una estatua, una estatua gigantesca, de un brillo extraordinario y de aspecto imponente. La cabeza de la estatua era de oro puro; el pecho y los brazos, de plata; el vientre y los muslos, de bronce; las piernas, de hierro; y los pies, de hierro mezclado con barro. Tú la estabas mirando, cuando de pronto una piedra que se desprendió del monte, sin intervención de mano alguna, vino a chocar con los pies de hierro y barro de la estatua y los hizo pedazos. Entonces todo se hizo añicos: el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro; todo quedó como el polvo que se desprende cuando se trilla el grano en el verano y el viento se lo lleva sin dejar rastro. Y la piedra que había golpeado la estatua se convirtió en un gran monte, que llenó toda la tierra”.

Aquello que parece tener la fortaleza del hierro pero en el fondo es hierro mezclado con barro está condenado a sucumbir. Nuestro sistema político tiene pies de barro. Más barro que hierro. Cuando no hay fundamentos sólidos, todo está condenado al declive y la desesperación. Cuando la raíz es débil, el tronco es estéril. Nuestras instituciones, fundadas sobre el relativismo de las mayorías, infectadas por facciones que no piensan en el país, se enfrentan cotidianamente a la irrelevancia o a la destrucción.

Poderosas y débiles a la vez, así son nuestras instituciones. Tigres de papel, que se levantan por motivos políticos y sucumben cuando retorna la calma del Derecho. Pero a la gente le gusta el circo y la caída de los poderosos. Porque toda estatua colosal, todo poder abusivo está condenado a la decadencia, a la soledad del desierto, al olvido final.

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