Pisagua: Los héroes que pelearon diez contra uno
Pisagua: Los héroes que pelearon diez contra uno

Muerto Grau y con el mar finalmente libre para la invasión, el ejército chileno podía escoger a voluntad por dónde ingresar a nuestro territorio. El 2 de noviembre de 1879 en Pisagua, una pequeña guarnición casi 3 veces más pequeña que la de Arica estaba esperando a todo un ejército que se apoyaba en su escuadra. Esta es su historia.

Pisagua: Los héroes que pelearon diez contra uno

Por: Gastón Gaviola ()

Noviembre es un mes lleno de peleas durante la guerra del Pacífico. No en vano apenas pasaron 3 semanas desde que el Huáscar caía en las costas bolivianas de Punta Angamos, hasta que los vecinos se animaron a poner un pie en el agua y meter todas las tropas que tenían aburriéndose medio año en Antofagasta, en territorio peruano.

Vamos del saque que el 2 de noviembre empezó este proceso con el desembarco de Pisagua. Casi, casi pongo con el famoso desembarco de Pisagua, pero no estoy seguro de si a muchos les suena, la verdad, a pesar de ser una pelea literalmente de los mil demonios. Y me refiero a que ese día defendían nuestra cancha apenas una guarnición policial y dos columnas navales que no llegaban a 200 pobres tipos y dos batallones bolivianos, el Victoria N°1 y el Independencia N°3.

Pónganle ustedes unos 600 soldados -las fuentes chilenas hablan de 750 aproximadamente- contra los 5 mil que lograron desembarcar las fuerzas expedicionarias en esas mismas playas. En realidad eran 9 mil, pero unos 2 mil se fueron a otra caleta porque literalmente ya no entraban más en Pisagua y el resto tocó tierra descansadamente al día siguiente. Pero ese día, desde las cinco y media de la mañana, fue una pela de 10 a 1.

En Arica fue una pelea de 1650 contra 6 mil -van notando cómo a pesar de jugar de locales, siempre andábamos absurdamente en desventaja numérica- considerando además a este puerto como una plaza fuerte, con trincheras, fortines y baterías de cañones. No desmerece en nada el noble, notable sacrificio de Bolognesi y sus hombres. Quizá, y esta es una teoría totalmente mía, nuestra historiografía ensalza más el sacrificio de Arica por el aire de gloria que reviste; gloria que no existió ni de casualidad en Pisagua.

Cómo los habrán agarrado de sorprendidos a nuestro combatientes que a Juan Buendía, general en jefe de los Ejércitos Aliados del Sur lo agarraron esperando su desayuno y a medio vestir. En el maravilloso libro “Los viajes de Prado”, segunda de las cuatro novelas históricas sobre la guerra del Pacífico que escribiera el periodista Guillermo Thorndike queda ilustrada patéticamente cómo fueron los primeros instantes del desembarco.

Me hace mucho acordar a esa escena de “El Día más Largo” -basada en la investigación periodística novelada de Cornellius Ryan-, en la que está un vigía alemán al amanecer en la playa de Normandía, en su búnker de concreto y de repende ve aparecer un montón de puntitos en el horizonte que resulta que es la invasión aliada a la Europa ocupada. Desde su cuartel le preguntan “oiga, y qué dirección tienen esos buques” y el fulano traga saliva y responde “vienen directamente hacia mí”.

Ya, igual fue en Pisagua, Muchos de sus defensores eran civiles del servicio de aduana de la oficina salitrera de Agua Santa, reconvertidos en guardias y gendarmes que en su perra vida habían disparado un arma, aunque ese día tuvieron oportunidad de sobra para ejercitarse. Me imagino a los soldados de guardia, patrullando en medio de esa camanchaca costeña que lo enfría y empapa todo, prendiendo un cigarrillo entre los dedos congelados con el Chassepot colgado al hombro.

Un vigía está así y de repente divisa un humo. Luego otro, luego otro y otro más. Después ve que esos humos son unas masas negras enormes que se recortan contra el horizonte de las cinco de la mañana y a los minutos decenas de puntitos luminosos que se encienden a lo largo de toda la costa. Las bocas de los cañones de toda una maldita escuadra que le dispara a él; sí, a él y a sus compañeros que sienten el piso abrirse debajo suyo en un bombardeo de infierno previo a la famosa orden de “¡al agua los botes!”.

Porque ese cañoneo fue cosa seria que no se vio ni en la batalla de Arica ni en la de Lima, los otros dos grandes enfrentamientos en los que hubo apoyo de la escuadra al ejército invasor. Aquí en Pisagua solo hay dos cañoncitos Parrot de 100 libras, uno al norte y el otro al sur de la caleta, que es como tener un cañon en el Morro Solar y otro en la Herradura y con eso aguantar un desembarco en Chorrillos.

Fue una pelea brutal, salvaje. Con decenas de miles de sacos de guano y salitre incendiándose alrededor de los defensores a causa del bombardeo de la escuadra chilena. Grandes trozos de piedra desprendiéndose de los acantilados cayendo encima de peruanos y bolivianos. Esos mismos soldados que maldecían sus Chassepot, el famoso “rifle peruano” que era una porquería de arma que se trababa antes de los diez disparos porque la aguja del percutor se rompía.

“Pero se puede poner el repuesto”, me imagino diciendo a los miserables que se llenaron los bolsillos con esa venta. Como si fuera lo mismo hacer una demostración en el salón alfombrado de algún ministro, que en medio de una batalla en la que tienes a diez enemigos, todititos para ti solo, listos para agujerearte el pellejo a tiros.

Esos soldados sí que fueron valientes. Estaban mandados por Isaac Recavarren, mi héroe olvidado favorito. Abandonados de todo auxilio, mientras el grueso del ejército combinado se sacaba las pelusas del ombligo en sus cuarteles de Tacna “esperando la invasión”, alguien tenía que armar el comité de bienvenida y les tocó a ellos.

¿Pueden imaginarse el cuadro? La cara negra de pólvora, los ojos rojos y los pulmones ardiendo por los incendios del salitre, con esas condenadas lanchas que siguen llegando a las playas mientras desde los buques los cañonean y ametrallan. Bajando en ojotas hasta la rompiente de las olas, cuando ya has disparado tu último cartucho y coronas la punta de tu inservible fusil con un estoque de medio metro de acero, para meterte con el agua a las rodillas y trabarte a cuchillazos y tajos de bayoneta con un enemigo, insisto, diez veces más numeroso. Llevarte a todos los que puedas antes de que el diablo mismo te cargue a ti y a tus camaradas.

Sigo sin entender por qué no enseñan más de estos héroes en el colegio.