A 45 días de la emergencia por la pandemia COVID-19 en el Perú, lamentablemente tenemos que estar preparados para situaciones aún más dramáticas y tristes de las que hemos padecido hasta hoy. Es cierto que la situación es novísima e inesperada, que son pocos los países que han mostrado respuestas rápidas y eficaces, pero también lo es que al carácter inesperado de este ataque global, el gobierno ha sumado más deficiencias que aciertos, y que esta secuencia de desatinos ha contribuido y contribuye, día a día, a hacer de este un momento más caótico y angustiante. La conclusión que los hechos dejan es que estamos ante un régimen que improvisa, juega con la verdad y abusa de su posición de poder en el marco de un estado de excepción. Tras las medidas de confinamiento obligatorio que todos destacamos, el Ejecutivo que lidera Vizcarra ha sido todo, menos ejecutivo. Los primeros bonos para la población más vulnerable llegaron tarde, mal o nunca; la estrategia sanitaria falló al priorizar las pruebas rápidas sobre las moleculares y se maltrató a médicos, enfermeras, policías, miembros de las FF.AA., trabajadores del Inpe y bomberos al restringirles el acceso a mascarillas, equipos de protección o testeos. Paralelamente, las canastas se distribuyeron con lentitud y desidia, se multiplicaron los casos de corrupción en la compra de equipos, insumos e implementos en la Policía y el Minsa, se aplicaron medidas fallidas como el pico y placa por género, y los mercados, supermercados y colas en los bancos se convirtieron en focos inevitables de contagio. A estas alturas, el drama se afianza, la desesperanza cunde. Los sistemas de atención de pacientes no funcionan, el 113 no se da abasto, los protocolos no se cumplen. Los presos se rebelan, los hospitales colapsan, las camas de UCI escasean, las cifras de muertes no cuadran. El tema es que mientras todo ello sacude con violencia lo cotidiano y enajena al ciudadano que sucumbe ante los hechos, cada día -o dos- el presidente apela al discurso reactivo y envía un mensaje que no se condice con la carga de frustración que la realidad nos incrusta. ¿Por qué? Porque apela al populismo verbal con el que cabalga en las encuestas, con el que pretende un absurdo impuesto a la riqueza y con el cual se empecina en ocultar bajo la alfombra los lados oscuros de un país que sufre. Un populismo verbal no apto para pandemias.