Soy sanmarquino. Ingresado en el verano del 95, lo que me hace ser un Base95. El examen de admisión lo di en un colegio que los domingos como ese funcionaba como paradero informal de colectivos a Chosica.

Gastón Gaviola 

Soy sanmarquino. Ingresado en el verano del 95, lo que me hace ser un Base95. El examen de admisión lo di en un colegio que los domingos como ese funcionaba como paradero informal de colectivos a Chosica; no fue fácil para ninguno de los 40 o 50 chiquillos que nos apiñábamos en ese salón mantener la concentración para resolver la maratónica prueba, pero, al final, entramos algunos.

La matrícula y el inicio de clases fueron todo lo caótico que se podía esperar en el 95. ¿Han visto el video de “Las Torres”, de Los No Se Quién y Los No Sé Cuántos? En esa parte que dicen “Un terrorista, dos terroristas... un guerrillero emerretista”, ya, esas son imágenes de mi universidad, escaleras de la Facultad de Derecho para más señas. Los encapuchados pegando tiros al aire, esa era San Marcos al principio de los años 90.

Cuando llegué, me encontré un Perú que no conocía. Venía de mi burbuja de barrio de clase media, colegio católico privado, también de clase media y nada me parecía familiar. Además, por las huelgas y problemas, las clases empezaron tarde. Paralelo a San Marcos postulé e ingresé a la Universidad Católica, a convenientes 7 cuadras y 15 minutos a pie de la Decana. Así que cuando llegue a mi primer día de clases, prácticamente estaba por entrar a parciales en la PUC y con mis antecedentes, tenía una idea hecha de lo que era una universidad. Me fui de cara.

No llevaba ni quince días de clase, faltando a la mitad de ellas porque tenía que hacer cuadrar los horarios de 15 cursos -San Marcos y la PUCP- con precisión quirúrgica, cuando un profesor me aguantó en la puerta y me preguntó si yo era nuevo. Le expliqué que no, pero que había estado faltando. Cuando le expliqué el tema de las clases en dos universidades me miró y me soltó eso de que yo era un “enemigo de clase”. Que cómo era posible que con mi presencia le haya quitado el derecho a estudiar a un hijo del pueblo.

Yo no entendí mucho, sobre todo lo de “enemigo de clase”, así que le pregunté a un compañero que qué significaba. Que ya jalaste el curso, huevón, fue su explicación, sólida y resumida. La verdad es que mentiría si dijera que el profesor me jaló o no. Mi atención se iba en las diferencias que encontraba todos los días. Cosas que yo daba por sentadas, garantizadas y como parte normal de la vida diaria, no lo eran. Como ver alumnos que llegado el frío iban a estudiar con la chompa gris del colegio, y qué diferentes se me hacían de los compañeros de Pando, de un colegio en particular, que iban todos con la casaca azul del buzo escolar, pero para marcar la diferencia. No te huevees, causa, somos de aquí, tú de allá.


Despistado total cuando me tocaba ir a sacar uno o dos cientos de copias para el trabajo de grupo, con anillados y todo -a veces era mi única colaboración en el bendito trabajo-, y me recomiendan que vaya a Wilson porque allí son más baratas. Y que cuando pregunto que dónde queda, que cómo llego, un amigo me preguntó sinceramente extrañado que yo dónde había estudiado la pre, entonces. O cuando me ofrecía a traer los libros de la biblioteca de la PUCP para hacer nuestros trabajos y los profesores me los pedían prestados para sacarles copia.

O cuando de allá mis amigos me acompañaban a San Marcos a hacerme la taba a oír una clase que les interesaba. Y uno sacó su cámara de fotos y empezó a hacer tomas de los huecos de bala que había en el techo de los corredores de la facultad, a la estatua con la hoz y el martillo, a las consignas de lucha armada pintadas con brochazos gruesos en el piso, los murales con banderas rojas en la rampa. Hasta que me harté y le quité la cámara de marras de mala forma, que esto no es un paseo al Parque de Las Leyendas, imbécil.

Gente que veía el convivir con cáncer del terrorismo que teníamos todavía enquistado allá en el 95 -aunque ya de salida- como una experiencia fascinante, pajísima, como lo que sale en los noticieros. Los soldados con sus baluartes de sacos de arena en los techos de la facultad, que bajaban a la primera que escuchaban dar vivas a los terrucos y se agarraban allí mismo con los sediciosos. Como cuando les ganaron el vivo y quemaron todas las actas de matrícula, en esos días en que marticularse era un proceso a mano en que te tiraba fácilmente seis o siete horas. El comedor convertido en cuartel... Fue genial la primera vez que una vez retirados todos los militares, me fui a almozar allí.

Recuerdo claramente el menú. Sopa de sémola con carne, arroz con croquetas de atún y ensalada fresca, una manzana o naranja y toda el agua de cebada que pudieras tomar. A solo diez céntimos por derecho de cubiertos; gratis si llevabas los tuyos desde la casa. Y luego a pasear en el burro, esos buses enormes que se daban un vueltón por todo el campus antes de salir por las avenidas Universitaria o Venezuela para hacer sus recorridos. Valía la pena tirarse una clasecita de la Cato por echarse a dormir mientras el burro daba vueltas.

Ni leerme los Siete Ensayos de Mariátegui, o El Otro Sendero, de de Soto, me hizo quitarme aunque sea un poquito la venda de los ojos como mis dos primeros años en San Marcos. Aprenderme de memoria Flor de Retama, mientras oíamos un casette de Manuelcha tirados todos en los jardines a la espalda del venerable estadio, cansados y sudados luego de meternos a robar caihuas a una chacra que alguien tenía justo al pie de la huaca. Subirme agarrado de pies y manos a su terracota para ver desde arriba la más espectacular puesta del sol sobre el Callao, antes de que los vigías del Hospital Naval te bajen de dos carajos y haciendo como que van a agarrar su fusil por estar donde se suponía que no debíamos.

Fueron buenos años los de San Marcos. Mi San Marcos, porque siempre lo sentí mío aunque a veces me haya visto más como visitante que como alumno. Ni él ni yo nos la acabamos de creer mucho hasta que vimos la placa con mi nombre en letras doradas bien clavada en la pared, junto el salón donde alguna vez dejé mi nombre escrito con lapicero, y que ya no está, cambiada por una nueva y moderna mesa de melamine.

¿Se dan cuenta de que nadie le dice Universidad de San Marcos? Es San Marcos, no más. No necesita más. ¿Cuántos pueden darse ese lujo? Decana de las Américas, que acaba de marcarse 464 años en su calendario, fundada como Real Convictorio de San Carlos, y que dio buenos hijos que hasta se batieron como el más bravo en las trincheras de Miraflores durante la Guerra del Pacífico, profesores y alumnos juntos en la clase final.

Porque así es mi universidad. Lo mejor, lo más valioso, lo que te hace el hombre y el profesional que eres y que quieres ser, no lo aprendes dentro del salón. Pero sí en San Marcos.