La muerte del expresidente Alberto Fujimori ha reavivado las profundas divisiones en el Perú. Miles de personas, movidas por el dolor y el reconocimiento, hicieron largas colas fuera de la sede del Ministerio de Cultura para darle el último adiós. “Fue el mejor presidente del Perú”, es una frase repetida por muchos. La escena en que la presidenta Dina Boluarte abraza a un desconsolado Kenji Fujimori refleja la tristeza de un momento que no solo afecta a la familia del exmandatario, sino a una parte considerable de la población.

Negar que existe un gran sector de la sociedad que hoy se solidariza con los Fujimori sería tanto hipócrita como malintencionado. La realidad es que, pese a los abusos y los delitos que marcaron parte de su gobierno, Alberto Fujimori sigue siendo una figura admirada por millones, principalmente por los logros económicos y la lucha contra el terrorismo.

En un contexto tan polarizado, resulta imprescindible que el país actúe con objetividad, imparcialidad y ponderación. No podemos permitir que los foros antifujimoristas, con sus frases agresivas y destempladas, terminen dominando la discusión. El insulto y el desprecio como única respuesta a su legado no harán más que profundizar las divisiones.

El balance sobre Alberto Fujimori debe ser ecuánime. Reconocemos sus virtudes y logros, su capacidad de gestión en momentos críticos para el país, pero también señalamos los aspectos oscuros de su mandato: los tintes autoritarios, los abusos de poder y las señales de corrupción. No se trata de glorificar ni condenar ciegamente, sino de permitir que la historia haga su trabajo.

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