Por Gastón Gaviola 

Al momento en que escribo estas líneas, media mañana del 13 de enero, hace 135 años que la línea de defensa se había hundido irremediablemente. No había amanecido todavía aquella madrugada húmeda de 1881 cuando miles de botas de gamuza amarilla marchaban por la pampa de San Juan y los arenales de Pamplona. El corvo todavía seco de sangre, el cartucho con la muerte segura aún metido en la recámara del fusil.

He escrito tantas veces sobre la batalla de Lima que hoy me voy a saltar los detalles técnicos. Tengo ganas de contar la historia de los soldados. Esta debía ser la última batalla de la guerra, con Lima a una jornada de marcha, con todos sus vecinos llenando desde el año pasado los reductos del balneario de Miraflores, donde la mayoría habría de morir dentro de dos días, dejando a la capital llena de viudas y huérfanos. Pero eso será después.

Esta madrugada del 13 de enero el coronel Cáceres ordenó pasar rancho -un poco de charqui, mote y aguardiente- a las tropas que le tocaba comandar. Le asignaron el centro mismo de la línea, desplegado a la altura del cerro Santa Teresa. Allí estaban sus bravos, los fieles soldados del Zepita y del Ayacucho.

“Eran las cuatro y media de la mañana y el campo hallábase cubierto de neblina, la cual favorecía el avance aproximativo de los chilenos. Y poco antes de clarear el alba presentáronse de improviso, sin haber hecho fuego, por la parte casi indefensa que se dejó entre la izquierda de Iglesias y mi derecha. Al oir que se iniciaba un violento tiroteo, comprendí que el enemigo había penetrado por ese sitio desguarnecido de nuestra línea, e inmediatamente me dirigí allí, hacia donde se encaminó también El Dictador (Nicolás de Piérola)”, cuenta El Brujo en sus memorias.

Para cuando llego a este quinto párrafo a estas horas de la mañana, ya se combatía cuerpo a cuerpo en Chorrillos y las trincheras del Morro Solar eran castigadas por el bombardeo de la escuadra chilena. Desde Barranco y Miraflores las tropas de reserva observaban incrédulos cómo el Huáscar, ausente ya Miguel Grau de su torre de mando, apuntaba sus cañones de 300 libras contra los peruanos.

El obús de la cima del morro, el pesado monstruo que disparaba proyectiles de 500 libras, se batía en un duelo que no podía ganar contra decenas de bocas de fuego que desde La Herradura buscaban despedazar al teniente de artillería David León. El chotano había venido desde su Cajamarca y al momento de iniciarse la batalla volaba con 40 de fiebre en su camastro. Todavía hoy quienes quieran subir a pie el morro podrán encontrar la plancha de concreto y una placa metálica desmantelada que señala el lugar exacto en donde él y sus artilleros fueron desintegrados antes del medio día.

Por la Bajada de Tenderini la comunidad italiana afincada en Chorrillos abría las puertas de sus casas y comercios para atender el mar de heridos que llegaban desde el frente. Horas después, con los balnearios en llamas, serían fusilados los bomberos que como Luca Chiappe combatían los incendios que se desataron desde las 3 de la tarde.

Pese al fuego, sería una de las noches más oscuras que viviría nuestra ciudad.

TAGS RELACIONADOS