La dinamita que estalló en pleno corazón de Trujillo, no solo destrozó un edificio: rompió también la delgada ilusión de que la violencia era un fantasma del pasado. Los cartuchos lanzados como un desafío nos regresan, de golpe, a las imágenes de los años ochenta, cuando salir de casa era una apuesta contra la muerte y el terror era el pan de cada día. “Esto no es Tel Aviv, es Trujillo”, escribieron con ironía en redes sociales. No es exageración: es la cruda constatación de que hemos retrocedido décadas.La política se ha convertido en el mayor cómplice de la inseguridad. Un Gobierno en modo supervivencia y un Gobierno Regional preocupado por cálculos electorales son incapaces de asumir que lo que hoy vive Trujillo no es simple delincuencia: es terrorismo del siglo XXI, disfrazado de extorsión y dinamita. Seguir llamándolo “criminalidad común” es minimizar la amenaza y repetir el error histórico de mirar hacia otro lado hasta que sea demasiado tarde.

Debe ser por eso que los peruanos rechazan ampliamente al Gobierno de Dina Boluarte. La última encuesta de Ipsos Perú da cuenta que el 96% de peruanos desaprueba a la mandataria, 2 puntos más que en junio de este año. En tanto, solo el 3% la respalda.

La sociedad, mientras tanto, queda atrapada entre el miedo y la resignación. Nos hemos acostumbrado a vivir enrejados, a no salir de noche, a negociar con extorsionadores como si fueran parte de la economía informal. Esa normalización es el verdadero triunfo de la violencia. El Estado no solo debe responder con presencia policial efectiva y recursos logísticos; debe también recuperar la confianza ciudadana, esa convicción de que la ley aún tiene algún peso frente a la pólvora.