Es inevitable escribir hoy sobre los sucesos en Ecuador y las impresiones que un suceso de esta magnitud deja para el país. En principio, alarma la lenta reacción de ayer del Gobierno peruano. Pasaron casi tres horas desde el estallido de la violencia, ejemplificada en la toma de un canal de TV -un suceso nunca visto en esta región- para que se anunciara la convocatoria a una reunión ministerial, y un par de horas más para que el premier Alberto Otárola anunciase las primeras medidas tras esa cita.
Cinco horas son muchas para un Estado, para una frontera porosa y para un estallido de alarmante violencia taladrando la cabeza desnuda del país. Parece tardía, también, porque según el exministro Rubén Vargas ya hay al menos dos de las mafias de narcotraficantes ecuatorianas operando en el Perú: “Choneros” y “Tiguerones”.
En general, el Gobierno sigue dando elocuentes muestras de reacciones elefantiásicas en la lucha contra el crimen. El ejemplo más reciente es el del último domingo cuando un centenar de vándalos interceptó a un convoy policial y liberó a 4 de los 5 detenidos por la Policía y que pertenecen a la banda “Los Parqueros de Vijus” en Pataz. Los malhechores liberados habían robado oro, que tenían en tres sacos, de la bocamina Marleny.
¿Realmente estamos lejos, como algunos creen, de lo ocurrido en Ecuador? Opino lo contrario. Estamos acercándonos peligrosamente y a pasos agigantados al infierno desatado en países con escasa institucionalidad, policía insuficiente y proliferación de bandas que compiten entre sí. Un escenario ideal abonado por gobiernos incipientes, con escasa reacción, poca inteligencia y que encargan el cuidado de sus hijos a agentes del orden que se quedan dormidos.