Suceda lo que suceda con Vizcarra, su nombre quedará grabado para siempre en los muros de la historia nacional de la infamia. Hemos tenido de todo en los anales del Perú, pero pocos personajes han contribuido, como él, a destrozar la democracia, a promover el cainismo y a instrumentalizar la ley en beneficio de sus intereses políticos. Ciertamente, el apodo de “lagarto” tiene muchos significados, cada cuál más interesante que el anterior. Pero me inclino por el que supedita todas esas dimensiones figurativas a la suprema capacidad de resistir cualquier ataque debido a su inusual caradurismo. Sí, ante todo y sobre todo, Vizcarra ha demostrado ser excepcional en el arte profano de hacerse el loco sobre los propios actos. Un arte en el que los peruanos somos campeones indiscutibles.

Por supuesto, no se ignora que Vizcarra fue el mascarón de proa de un movimiento más extenso y diabólico, el bisturí preciso utilizado por un sector pequeño pero bien organizado que ha jaqueado el desarrollo del Perú durante veinticinco años. Ellos lo impulsaron y animaron, lo rodearon y promovieron, como lo hicieron con Humala, con Toledo, con Paniagua, con Susana Villarán y con el largo etcétera de sus errores cósmicos. Con todo, la simbiosis fue casi perfecta. Vizcarra disfrutó en sus carnes el discreto encanto del caviar y del champán y se plegó solícito al plan siniestro de curvar el Derecho para asesinar políticamente a la oposición. Millones de afectados constituyen la herencia del vizcarrismo, movimiento títere de los verdaderos maestros del teatro tras bambalinas, los que todos conocemos, los que siempre triunfan aunque no ganen ninguna elección.

Conviene a la República que sus enemigos sean castigados con firmeza para evitar que, recuperados, la destruyan sin misericordia. Pero vivimos en un país de gentes sonámbulas, de entes confundidos y atormentados, seres que miran de costado cuando se trata de luchar por su propia supervivencia.