Soy un escritor peruano de 28 años que se infectó de coronavirus en Europa, mientras presentaba un libro. El pasado 6 de abril recibí el alta médica por teléfono. Los doctores no me hicieron prueba alguna. Solo me preguntaron cómo estaba y me dieron la noticia deseándome una tarde feliz.
Compartí mi recuperación por redes sociales. Varios me escribieron con inquietudes en común. Respondo aquí. Ojalá sirva. “¿Qué se siente?” Incertidumbre, para empezar. Ignoro mi diagnóstico completo. No sé cuándo me contagié ni en cuánta cantidad ni de cuál cepa del virus. Lo único que me dijeron los doctores –amigables voces en la línea– es que di positivo.
“¿Cuándo acaba el aislamiento domiciliario?”. Supuestamente, en dos semanas. Yo contaba como día uno la noche de los síntomas (10/03); uno de los doctores, el día en que me hicieron la prueba molecular (18/03); otro, el día de los resultados (20/03). Entiendo que se impuso el último.
“¿Duele?”. Supongo que fui parte del grupo de pacientes de COVID-19 con síntomas leves. La fiebre de 38,5° me abrasó la frente durante tres días seguidos. Una madrugada desperté transpirando, con el polo mojadísimo, y con escalofríos. Ligeras molestias en la espalda, cero tos, pocos estornudos.
Tenía mucosidad blanca y consistente pegada en el fondo de las fosas, y una sensación como cuando el agua de una piscina ocupa la nariz. No podía oler ni saborear. “¿Medicinas?”. A lo mucho ingerí media pastilla de paracetamol. Los doctores me habían sugerido que lo hiciera si me fastidiaba la cabeza. También me recomendaron agua en abundancia.
“¿Te ahogas?”. En ningún momento padecí la temida dificultad respiratoria. O quizás sí. Cuando recordaba que morir era posible, mi tabique se estrechaba y al inhalar silbaba como trompeta del apocalipsis. Pura ansiedad, creo. A mi madre le pasó lo mismo –falta de aire, dolor de pecho incluido– al enterarse de que estaba infecto. Un médico la vio y le dijo, a ojo de buen cubero: “Señora, si usted tiene el coronavirus, la está pasando muy bien”.
LOS CORONAPOSITIVOS
Así como hay ansias e intriga en los sanos, la solidaridad conecta virtualmente a los casos de COVID-19: quienes ya cruzaron la meta tratan de apoyar a los que todavía van con mascarillas. Y en los chats quedan expuestas las imperfecciones del sistema de salud. C., por ejemplo, es una mamá limeña que fingió síntomas graves para que le realizaran el hisopado, tras un corto viaje a Europa. Su resultado: positivo.
“¿Y si no mentía?, ¿y cuántos más habrá así, sin la atención debida, contagiando sin saber?”, se pregunta C. Ella esperaba el alta para celebrar el tercer cumpleaños de su hija, a quien no ve desde hace un mes y medio. Sin embargo, ha decidido aplazar el reencuentro por precaución, pues en el Perú no se exige a los pacientes de COVID-19 dos resultados negativos para que se consideren recuperados, ignorando así las recomendaciones de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC). A tener en cuenta: este es uno de los países que más altas ha dado en Latinoamérica, casi 3,108. ¿Qué garantiza que ya no somos peligrosos?
Mientras escribo esto, Viernes Santo en la noche, recibo una llamada de la unidad de Infectología. Han visto mi nombre en la lista de personas con riesgo de portar el virus. Usted se registró en nuestra web, me dicen. Sí, hace un mes, digo. ¡Ya me dieron de alta, por si acaso! La voz se sorprende. Propongo que me tomen la prueba otra vez. ¿Tiene algún síntoma?, me preguntan. No, contesto. Entonces no será posible, me dicen. Usted ya está aparentemente curado.