Hoy se cumplen dos años de la trágica muerte por suicidio de Alan Gabriel Ludwig García Pérez (1949-2019), el quincuagésimo octavo presidente de la historia republicana del Perú. La forma de su partida de este mundo -que debe ser respetada in extremis-, conmocionó al país. La inevitable montaña de especulaciones que han surgido en torno de los detalles de su fallecimiento -incluso en el imaginario popular sigue dando vueltas la idea de que pudiera estar vivo- debe ser administrada con prudencia, tal como sucedió con la muerte, también por suicidio, del presidente chileno Salvador Allende, el día del golpe de Estado encabezado por el dictador Augusto Pinochet (1973). La figura de García fue indiscutible. Con solo 35 años de edad, se convirtió en el mandatario más joven de nuestro país durante el siglo XX, pues Felipe Santiago Salaverry (1806-1836), fusilado en Arequipa, lo fue en nuestra historia bicentenaria, a los 29 años de edad. Sin conocerlo, me llamó a través de su secretaria para escuchar con él y otros de sus invitados en la sede del Instituto de Gobierno de la Universidad de San Martín de Porres -que ideó y presidió-, la lectura del fallo de la Corte Internacional de Justicia en la controversia jurídico-marítima que tuvimos con Chile, cuya demanda decidió, y fue históricamente presentada ante el tribunal de la ONU, el 16 de enero del 2008. Dueño absoluto de una oratoria impresionante, no tuvo rival en el Perú ni en América Latina y por su verbo muchos quedaron extasiados e hizo temblar a algunos políticos como a Manuel Ulloa Elías durante una interpelación en el Congreso (1982), que para sus biógrafos, que aunque al final airoso el ministro, fue el inicio de su camino a la presidencia en 1985. García fue zoon politikón por antonomasia y por ello fue amado y odiado. Fue un gobernante de una sólida e indiscutible formación humanística. En efecto, aunque inusual entre sus coetáneos, fue un político culto y tuvo por naturaleza y exclusividad, el requisito fundamental para ser líder y presidente y contar del pueblo su aplauso para las dos veces que ocupó democráticamente la Casa de Pizarro: carisma. Como nieto de aprista e hijo de trujillana, que lo criticó desde la academia, a dos años de su muerte, vuelvo a hacer un voto de silencio por su partida.