Elevado a los altares en 2018, San Óscar Arnulfo Romero (1917-1980) fue el primer santo de El Salvador en su etapa contemporánea, que fue cobardemente asesinado mientras celebraba misa. Su último sermón precisamente fue un día antes de su muerte como hoy, el 23 de marzo de 1980, dirigido a los militares para acabar con las represiones.

Las investigaciones posteriores confirmaron que la ultraderecha de ese país, en un éxtasis de intolerancia, lo mandó eliminar porque consideraban su discurso una amenaza por su supuesta orientación comunista. El valiente prelado se había convertido en la voz de los afligidos y su prédica era una advocación permanente por la justicia.

Oscar Romero jamás apartó de su verbo el sentido profundo del Evangelio y lo mataron porque era un hombre valiente de grandes convicciones, una virtud ausente en estos tiempos y que, además, decía las cosas directamente sin calcular que sea lo que los demás quisieran que diga sino lo que él consideraba justo y correcto.

Gran lección para los que hablan o escriben alienados. Los prejuiciosos radicales, por el solo hecho de defender a los pobres, tildaron a Romero de revolucionario comunista, que se valía del púlpito para ganar adeptos contra el régimen. Grave error con enormes signos de ignorancia.

Luchar por los pobres no es un atributo de comunistas ni de capitalistas. El comunismo surgió en el siglo XIX bajo el pregón de la lucha de clases sostenida por los marxistas que mostraron las diferencias sociales entre ricos y pobres, acrecentadas por la plusvalía. Satanizar el comunismo, que por lo demás no existe, es un completo error. Los que no lo somos –tampoco soy de derecha-, debemos reconocer la fuerza de su método que fue una apropiación indebida de la dialéctica hegeliana.

Tanto en Harvard como en la Universidad Estatal de Moscú, es imposible que no hayan leído a Marx y a Smith, respectivamente, cuidando de no contaminarse del referido prejuicio académico. En San Marcos los leímos rigurosamente en el marco del probado pluralismo intelectual.

Mi apego a las grandes verdades de la Doctrina Social de la Iglesia, al consagrar que los pobres son los primeros, confirma mi admiración por la gesta del ahora santo salvadoreño que nunca calló. Con su canonización, la obsecuencia que lo acabó, fue derrotada.