Abraham Lincoln (1809-1865), considerado por muchos, el más grande presidente de los Estados Unidos de América del siglo XIX, murió asesinado, un día como hoy, hace 155 años.

Su legado de unidad nacional se vuelve más vigente que nunca en la nación más golpeada por la pandemia del coronavirus -lleva casi 26,000 muertos a cuestas, lejísimo de China que se quedó con 3,300, siendo el país donde comenzó la enfermedad-. Su trágica muerte tuvo enorme repercusión en el continente -gobernaba el Perú el general Juan Antonio Pezet (1863-1865)-, y el deceso se produjo luego de una agonía de cerca de 8 horas al haber recibido un disparo en la cabeza a manos de un adicto de los derrotados confederados durante la guerra de secesión estadounidense (1861-1864) que fracturó al país.

Lincoln, desde sus primeros años de abogado, luchó por la abolición de la esclavitud -fue coetáneo del presidente Ramón Castilla, también el mejor que tuvimos en ese siglo, que la decidió en 1854-, cuya causa la hizo su mayor bandera política, alcanzando la reelección en 1864. Su idealismo político para preservar a la Unión como la base política del país, que por esos años se hallaba ensangrentado en una guerra civil, solo es comparable a la del emblemático John F. Kennedy, también asesinado (1963).

Como Lincoln, ahora a Donald Trump, corresponde bregar por la unidad nacional -se vienen las elecciones presidenciales- de una nación poderosa pero golpeada, primero en 2001 por el atentado de Al Qaeda, y ahora por un virus. Lincoln jamás se apartó del Destino Manifiesto como fuente de inspiración para la denominada grandeza americana; Trump, tampoco debe hacerlo.