La irrupción de esta pandemia de alcances apocalípticos ha agitado las bases espirituales y quebrantado la fe hasta de los más fuertes. Hay quienes no creen en Dios y están en su derecho. Pero hay también los que alaban a Jehová, Jesucristo o Yahvé, los que se aferran a Mahoma o consideran que existe una fuerza totalitaria e inaudita que se expande con aires señoriales en el universo, y reina en él. ¿A qué voy? A que la convulsión que genera el coronavirus en el mundo, los dolores que arrastra y las heridas que deja no deberían pasar desapercibidos para nadie. Ni ahora ni nunca. Una estela de tristeza tiene que albergarnos, un sedimento de aflicción debe cobijar el alma. Estamos en un duelo perpetuo. A quién el maldito virus no rozó, a quién no lo dejó sin el hermano apreciado, al padre o madre queridos, al tío añorado, quién no ha padecido deambulando por clínicas y hospitales buscando una cama o una unidad de UCI, quién no ha recorrido decenas de farmacias tras la atesorada medicina que puede cambiar el aciago destino de un enfermo, en fin, quién no ha sido sacudido por los rigores de la desesperación y la impotencia para salvar a alguien que se debate entre la vida y la muerte, a ese precisamente a quien más amas y a quien te destrozaría perder, quien no ha vivido el insomnio cruel esperando el timbre del celular con la llamada devastadora, debería elevar una oración por ellos, cada día, para que sus tormentos encuentren una luz y una esperanza, una salida a la tortura de esa lucha infausta y desmedida, o si ya nada es posible, si todo no alcanzó por las limitaciones de un país pobre y angustiado, por la miseria de un sistema sanitario colapsado, al menos, para que por los flecos del espíritu se filtre en ellos, nuestros hermanos, la paz de la resignación. Una oración por los que no se rinden, por los que dan la batalla al filo de la existencia; por los médicos y enfermeras que se baten con denuedo aún a costa de sus propias vidas, por los que toman las decisiones más gravitantes y por los que se fueron y sus familias, que una oración ayude a amainar en algo la conmoción de su pesar y disipe con el tiempo su tristeza. En esta hora invivible y trágica, elevemos por ellos una oración, al menos una oración.