El Ministerio de Educación ha separado a más de 600 docentes condenados por delitos graves como violación y terrorismo. La reacción no debería ser de aplauso, sino de alarma. Es inaceptable que el Estado haya permitido que personas con antecedentes criminales tuvieran acceso directo y cotidiano a nuestros hijos. La escuela debe ser un espacio seguro de formación, no una ruleta rusa donde los padres rezan para que nada ocurra.
La pregunta es inevitable: ¿cómo aspiramos a un cambio real en las futuras generaciones si la educación pública no solo es deficiente en calidad, sino también incapaz de garantizar seguridad básica? No se puede hablar de valores, ciudadanía o desarrollo cuando el propio sistema expone a los menores a riesgos intolerables.Educar no es solo transmitir contenidos; es formar con ética. ¿Qué valores puede enseñar quien ha vulnerado la ley? Mantener a estos sujetos en planilla bajo el argumento de derechos laborales es una traición al interés superior del niño. La integridad física y emocional de los menores está por encima de cualquier estabilidad laboral.
Esta depuración llega tarde, pero era impostergable. Sin embargo, no basta con separar. Se necesitan candados legales definitivos para impedir que, por reposiciones judiciales o vacíos normativos, vuelvan a pisar un aula. Proteger a la infancia no es opcional: es la primera obligación ética de un Estado.
La calidad educativa no se mide solo en pruebas internacionales, sino en la calidad humana de quien se para frente a la pizarra. A nuestros hijos no hay que defenderlos dentro del colegio; hay que protegerlos desde el sistema.




