Institución universalmente establecida, que nace espontáneamente donde quiera que haya seres humanos y que constituye el sustento primordial de la grandeza de una sociedad. En la familia, el hijo descubre el uso responsable de la libertad, tiene los primeros acercamientos con la fe, desde la más tierna infancia se dispone a dirigir una actitud reverencial por los ancianos, interioriza el sano principio de la obediencia, de lealtad a la patria y se inculcan en él los más bellos sentimientos. Los padres, puesto que en ellos predomina el impulso amoroso, van esparciendo las semillas de algo que los hijos deberán perseguir el resto de sus vidas: verdad, belleza y bien. Como si fueran escultores, los padres irán tallando el bloque de piedra, para poco a poco ir sacando de ella una estatua. ¡Especial responsabilidad tienen los padres y dignísimo encargo tienen los hijos de tenerlos en la más alta estima! En mi condición de hijo -perdón por caer en el vicio de la autorreferencialidad-, sé de mis cuantiosos defectos y se también que es improrrogable enmendar los males provocados; por eso, movido por la reciente lectura de un antiguo tratado de filosofía, cuyas reflexiones han penetrado con auténtica hondura en mí, haré referencia a ellas, para que ustedes, amables lectores, sean sacudidos como yo: “A los padres, que son nuestros superiores legítimos, se les debe respeto, amor y reconocimiento porque les somos deudores de una infinidad de beneficios. Si les tratáramos mal, daríamos a nuestros hijos ejemplos de rebelión y de ingratitud. Los hijos deben oír con respeto las lecciones de sus padres, obedecer sus preceptos, aliviar sus necesidades, sufrir sus impertinencias y consolarlos en sus desgracias”.

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