“Yo quisiera saber si las autoridades pueden hacer algo por nosotros”, dice una mujer entre lágrimas frente a su bodega atacada por extorsionadores. No pide milagros ni discursos: pide sobrevivir. La escena es brutalmente sencilla y, por eso mismo, devastadora. Un pequeño negocio, un explosivo lanzado como advertencia y un Estado que no llega ni siquiera para preguntar qué pasó. En el Perú de hoy, emprender es un acto de valentía y abrir la puerta cada mañana, una ruleta rusa.

Como ella, miles de peruanos viven con la misma pregunta atravesada en la garganta: ¿cuánto más habrá que esperar para que el Estado se acuerde de su razón de ser? Paz, orden, seguridad y respeto por los derechos ya no suenan a promesas constitucionales, sino a consignas de otro país, de otra época. Para muchos, la democracia se ha vuelto una palabra decorativa, útil para los discursos, inútil para la vida cotidiana.

Nadie se siente seguro y las cifras se encargan de confirmarlo con frialdad quirúrgica. Más de 222 mil denuncias por extorsión, robos, amenazas, asesinatos y otros delitos hasta octubre, según el Ministerio del Interior. Hoy, sin exagerar, ya se roza el cuarto de millón. El delito avanza con puntualidad, mientras el Estado llega tarde, mal o nunca. Y los muertos se acumulan como si fueran daños colaterales de una mala gestión.

No sorprende entonces que las encuestas registren la caída sostenida de la aprobación presidencial. Ipsos, CPI, Datum coinciden: la gente ya no cree. Y no cree porque mientras el mandatario monta shows hasta en las cárceles, los extorsionadores siguen dirigiendo sus negocios desde allí.

El problema no es la falta de diagnósticos, sino la ausencia de respuestas. El país no necesita más espectáculo ni discursos de ocasión. Necesita autoridad que gobierne, instituciones que funcionen y un Estado que deje de ser espectador del miedo ajeno. Porque cuando una mujer llora frente a su bodega destruida y nadie la protege, no es solo su negocio el que estalla: es la confianza en el país entero.