Hoy asistimos, sin rubor alguno, a una nueva postal de nuestra democracia a la peruana. Mario Vizcarra tiene fórmula presidencial en carrera tras una condena por peculado que pone el tela de juicio su postulación. Hasta ahí, la letra fría de la ley. Pero el contexto lo pudre todo: el verdadero líder del proyecto, Martín Vizcarra, hoy preso por corrupción, hacía política libremente hasta hace poco con una aprobación ciudadana inquietante. Un mensaje devastador para cualquier república que se tome en serio.
La escena se vuelve grotesca cuando se suma Vladimir Cerrón, líder de Perú Libre, candidato presidencial y prófugo de la justicia desde hace más de dos años. Protegido por una red de silencios y complicidades, desafía abiertamente al sistema lanzando una candidatura de revancha. Ya no hablamos de un investigado haciendo campaña desde prisión, como ocurrió en 2016 con Gregorio Santos. Hoy estamos frente a un partido que normaliza que su comando político sea liderado por un prófugo. ¿Cómo se llama una estructura que encubre y opera bajo esas condiciones? La pregunta es incómoda, pero necesaria.
Podrán venir tachas, debates jurídicos y análisis oportunistas. Pero al final del día, la responsabilidad vuelve a caer sobre nosotros, los electores, obligados a elegir en una sábana interminable de opciones. Si castigamos con el voto, damos una señal. Si normalizamos estas prácticas, no esperemos luego un país distinto. La degradación democrática no empieza en Palacio, empieza en la urna.




