Sueles repetir que a nosotros, la distancia, nos afecta más de lo normal y estas semanas han demostrado que esto continúa siendo verdad, que cuando se trata de separarnos, vivimos en el año dos mil, el año en que te fuiste de viaje. Aunque no lo creas, tú lo llevas mucho mejor que yo, siempre ha sido así. Te ríes de la intensidad de mis llamadas, de esas letras impacientes que te envío, del incendio nocturno de mis mensajes. Lo comprendo perfectamente. Veinte años te han inmunizado frente a mis avances, conoces todas mis palabras, controlas la totalidad de mis excesos. Soy para ti un libro abierto, una página subrayada, un examen aprobado una y otra vez. En cambio, para mí, sigues siendo tan impredecible como bella, y cada día me sorprendes con una frase, con un gesto, con alguna historia tuya que nunca termino de descifrar.

Ojeo en casa las viejas fotos de nuestra historia. En ellas hay sonrisas, miradas brillantes, casi nada de nostalgia. Creo que no extrañamos nada porque lo tenemos todo. Me dices que allá hace frío y que desde tu ventana ves caer la nieve. Que la lluvia te pone mal. Que detestas conducir sin mí. Lo sueltas despacito, sin quejarte. Sé que has armado un nacimiento y que esperas que llegue a verte. Reímos de tonterías y nos despertamos con varias horas de diferencia. Apenas tienes tiempo para leer.

Camino todas las noches repasando los senderos que te gustan, una y otra vez. Escucho la música de antes, releo “Nieve de primavera” y medito los poemas de Salinas. Pero ya nada de eso importa porque mañana estaré contigo y todos los días serán abril.