La intuición es la capacidad de comprender algo de forma instantánea y sin razonamiento lógico. Se trata de un proceso cognitivo que nos permite acumular conocimiento y tomar decisiones sin ningún tipo de análisis consciente o racional. El termino, proviene del latín “intuitio” que significa “mirar hacia adentro”. Muchos, consideran que la intuición es una de las herramientas mas poderosas con las que cuentan los seres humanos y que nos permite captar la energía de las cosas y sentir y percibir lo que nos anuncia nuestro propio instinto. La neurociencia y la psicología han explorado y estudiado el tema a fondo y señalan que las personas que confían en su intuición tienen mayor probabilidad de actuar correctamente.
Gerard P. Hodgkinson, profesor de Gestión Estratégica y Ciencias del Comportamiento en la Alliance Manchester Business School se refiere a la intuición como la “inteligencia intuitiva” y la asocia como parte importante en la toma de decisiones y en la forma de abordar situaciones de la vida en las que se suele recurrir a patrones familiares de pensamiento, sentimientos y acción, antes que a la razón.
Usualmente, se dice que la intuición actúa como un “sexto” sentido y se asocia como una habilidad especialmente femenina (sin ser cierto). Debo confesar que a lo largo de mi vida he aprendido a desarrollar el discreto arte de la intuición. Generalmente mi “olfato” y mi “percepción”, cuando conozco a diferentes personas o cuando debo enfrentar situaciones nuevas en las que no necesariamente estoy familiarizada a tope, me juegan a favor. Suelo ser muy observadora y percibir e intuir a través de la energía y de las actitudes con que las que muchos se desenvuelven (movimientos, tono de voz, gestos y otros detalles) cuando las personas tienen pocos escrúpulos, mienten, cuando desean ser elogiadas, cuando necesitan atención, cuando actúan artificiosamente o cuando quieren impresionar sin tener cualidades innatas o algo de valor. En ocasiones, callar, observar y analizar, suele ser más rico, útil y productivo que hablar sin tener nada que decir o aportar, aunque con ello se crea que nos ponemos en un lugar de desventaja. Finalmente, el sabio no dice nunca todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice, como decía Aristóteles dos mil años atrás.