Vamos subiendo en el concurso de los países que peor manejan la pandemia por COVID. Estamos en el quinto lugar con cifras aterradoras, invisibles para Martín Vizcarra y su gabinete de expertos.

Lo peor es banalizar el drama, mirar a otro lado, extender cortinas de humo, desviar la atención de lo que vivimos y de lo que viene. El más importante es el derecho a la vida y su defensa el primer deber político, económico y social.

La democracia lo acoge constitucionalmente como consigna obligatoria. En este momento, de altísimo riesgo y peligrosidad, los contagios avanzan indetenibles dejando dolor y lágrimas para cientos de miles de familias. Y el gobernante decide confrontar con el Congreso.

En esta coyuntura aterradora recurre a lo que antes le permitió popularidad. No piensa en la unidad del país para afrontar lo peor, provoca nuevamente al Congreso. Cuando toda su atención debe estar puesta en salvar vidas, en mejorar la asistencia salud, en atender la informalidad desbordada por desesperación, genera una crisis política ideal para que se olvide el desfile de féretros y las angustias en las puertas de los hospitales.

No hay camas UCI para nadie, ni en MINSA, ni en ESSALUD e increíblemente tampoco en las clínicas privadas. Con dinero o sin dinero el enfermo grave muere mientras el país discute la inmunidad. Desatendemos el genocidio sanitario de hoy y el que vendrá agravado por desempleo, hambre, enfermedades, quiebras y falta de lo indispensable para vivir para millones de pobres o que vuelven a la pobreza.

La torpeza debe tener límites, los intentos de autocracia también. Que muchos medios no reflejen lo que sucede por supervivencia económica no desaparece la responsabilidad por el maquillaje de cifras y el desvío de atención a temas que son menores ante la muerte. La complacencia es inadmisible, la banalización cruel e irresponsable.