Rafael López Aliaga es el flamante alcalde de Lima, pero todavía se comporta como un eterno candidato a la Presidencia de la República, lo que insinúa un panorama crispado para los próximos años en perjuicio de la ciudad más importante del país.
“No extiendo la mano a corruptos”, ha sido la frase de López Aliaga para la tribuna, en directa referencia al presidente Pedro Castillo. Y sus seguidores le han respondido con aplausos a rabiar, un termómetro que marcará la temperatura de su agenda bélica.
Lo que todavía no percibe el futuro burgomaestre es que el 2023 iniciará su gestión cuesta arriba, con una mayoría en contra (más del 70% no lo escogió) y un Urresti con la sangre en el ojo al haber perdido por menos de 50 mil votos. ¿No es acaso mejor enfocarse en la concertación?
Otro error del líder de Renovación Popular es minimizar el financiamiento que le corresponde a Lima. No es que le debe rogar al Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) por el presupuesto anual, una cifra que se arma de manera técnica, pero una pelea tonta solo perjudica a los ciudadanos.
Era evidente que el electo alcalde de Lima iba a enfilar sus dardos contra palacio de gobierno por su pretensión de llegar al sillón de Pizarro, ante un posible adelanto de elecciones. Y una muestra es su pronta presencia en el Congreso de la República, donde está la mayoría de sus aliados políticos.
Pronto, López Aliaga se dará cuenta que es fácil ser crítico, un palco cómodo donde se destruye verbalmente al oponente, y que los gestos de campaña, como recorrer cerros y abrazar a la gente, deberán canjearse por gestión municipal.