Si Dios quiere, el mundo, Latinoamérica con mayor énfasis y el Perú en particular celebrará pronto, con furor y éxtasis, la caída del asesino de Nicolás Maduro. A poco más de 72 horas del Día D, este domingo 28 de julio, el sátrapa parece acorralado por las circunstancias que su maldad fraguó, con paciente vesania, a lo largo de los últimos 11 años a los que habría que sumar los 14 años que dejó su antecesor, el igual de maligno y miserable Hugo Chávez Frías. Y es que el daño que el chavismo le ha hecho a Venezuela es inconmensurable, depredador e incuantificable, por ahora, y es el más grande realizado por cualquier régimen autoritario. Ni las dictaduras de Augusto Pinochet, Juan Velasco Alvarado o Juan Domingo Perón generaron en Chile, el Perú o la Argentina, la migración brutal de más de 8 millones de personas, una de las mayores de todos los tiempos, lo que ha derivado en miles de muertes, hambre, desesperación, familias divididas y un drama infinito que solo acabará cuando el maldito protagonista de esta desgracia caiga por la fuerza incuestionable de las urnas. Si Maduro se resiste a dejar el poder -por su orate cinismo-, su permanencia será tan precaria y tan vapuleada por la comunidad internacional que su fin seguirá cerca, latente, inminente. Definitivamente, después de este 28 de julio no podrá ser el mismo. Y aunque es posible que todavía no pague como debería, llegará el momento en que estará en el lugar que le corresponde, la cárcel, y con alguna enfermedad terrible e insoportablemente dolorosa que reivindicará en algo el sufrimiento que cada venezolano sintió por dejar a su país o a su familia o por mantenerse allí, humillado y sobreviviendo a la hambruna y la desesperanza. A ese energúmeno no hay forma de no desearle lo peor, más aún si es admirado por Verónika Mendoza.

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