Las débiles estructuras del gobierno de la señora Boluarte se han visto seriamente afectadas por la salida de Alberto Otárola de la PCM, quien en la práctica se convirtió en el ideólogo y ejecutor de las decisiones más importantes del país. Las limitaciones y la carencia del nivel de estadista de la presidenta le permitían adjudicarse estas prerrogativas. El expremier —de orígenes izquierdistas y vergonzoso pasado humalista— era el poder absoluto, el titiritero que dictaba las tareas en las esferas más altas de los predios palaciegos. Su verborrea y experiencia política le endilgaron la calidad de “iluminado”. El nuevo premier Gustavo Adrianzén, tan igual como su predecesor, está maculado por su identificación con el régimen de Ollanta, en cuyo periodo sobresalió por guarecerse en las faldas de Nadine Heredia, a quien seguramente le rendía cuentas de su gestión en el Ministerio de Justicia. También destacó por sus odios viscerales contra Keiko Fujimori y Alan García, siendo un activista incansable en contra del asilo solicitado por el extinto líder aprista a la embajada uruguaya. Sus características beligerantes no compatibilizan con el alto cargo. Le será difícil promover consensos y entendimientos para rediseñar las políticas que el Perú necesita. Aun así, será el nuevo titiritero de la casa de Pizarro.
Adrianzén requiere el voto de confianza del Congreso para investirse con el premiarato, pero no tendrá problemas porque se impondrá el cuestionado maridaje entre ambos poderes a pesar del rechazo popular. En síntesis, el accionar del Ejecutivo seguirá siendo el mismo, se mantendrá la crisis actual y no habrá cambios expectantes que impulsen mejoras en el desarrollo nacional.