El virus que destruye el mundo es el de la división cainita. El Perú no está exento de esta pandemia. Lo que está sucediendo en Estados Unidos es un ejemplo de hasta qué punto vivimos un escenario de “casa dividida”. El enfrentamiento de unos contra otros, por motivos ideológicos, religiosos, económicos y sociales solo tiene un final conocido: la destrucción de la sociedad, el caos.
El cristianismo primitivo supo convivir con regímenes totalmente opuestos a su mensaje. El cristianismo primitivo no buscaba la destrucción del mundo en el que había visto la luz, lo que quería era su conversión. Esta elevación trascendente implicaba mantener aquello que podía ser perfeccionado por la gracia.
En la actualidad, el discurso maniqueo aspira a la destrucción de todo lo que se considera pervertido por la ideología contraria. La eliminación absoluta del enemigo se ha impuesto como moneda de uso corriente. Se ha olvidado la doctrina del Katéjon, la barrera que retrasa la manifestación del mal absoluto. Con tal de destruir al contrincante, toda barrera debe ser derribada. Conviene recordar que la ley es la frontera que hemos de respetar, la última barrera de la civilización.
La maravillosa existencia del Derecho nos garantiza, al menos teóricamente, la imparcialidad. La pérdida de la justicia produce la guerra de todos contra todos. Por eso es fundamental no pervertir al Derecho transformando el poder judicial en un instrumento de venganza política.
El Perú coronavírico en el que se esparce el virus de la división difícilmente sobrevivirá si olvida que la ley existe para unirnos por encima de nuestras diferencias. El Derecho es un instrumento de unidad, existe para fundar repúblicas de hombres libres, no tiranías de esclavos amenazados por la política.