Ochenta y ocho congresistas han decidido que el problema del Congreso no son ellos. Por eso vuelven a postular. Van por la reelección como si el país les debiera un reconocimiento. Si el JNE no hubiera anulado la inscripción de Acción Popular, la cifra llegaba a 97. Casi el 75% del actual Parlamento busca repetir el plato en la institución más desprestigiada del país. No es terquedad: es desconexión en estado puro.

Los números no mienten, aunque a los congresistas les encante ignorarlos. Una encuesta de Ipsos Perú para Proética revela que el 85% de ciudadanos considera al Congreso como la institución más corrupta del país. Ni la Fiscalía, ni el Gobierno, ni el Poder Judicial, ni siquiera la Policía logran superar semejante marca. Y aun así, decenas de legisladores se miran al espejo, se aplauden entre ellos y concluyen que el problema es de percepción ciudadana, no de conducta parlamentaria.

Instalados en su propio Olimpo, rodeados de asesores y ayayeros profesionales, muchos congresistas creen sus propias narrativas cuando, en realidad, son expertos en legislar para sí mismos. El problema es que esa burbuja se paga caro, y siempre la factura llega a los mismos: los ciudadanos que soportan normas improvisadas, privilegios encubiertos y un Congreso más preocupado por el cálculo electoral que por el interés público.

La desesperación ya se nota. Con la reelección en la mira, abundan las iniciativas diseñadas no para resolver problemas estructurales, sino para caer simpáticos de aquí a la campaña. Populismo legislativo en cuotas. No legislan para el país del mañana, sino para la encuesta del mes siguiente.

Al final, todo vuelve al mismo punto incómodo: esto no se decide en el hemiciclo, sino en las urnas. La reelección no es un derecho divino ni una condena inevitable. Es una decisión ciudadana. Y en medio de esta crisis parlamentaria, veremos si los peruanos siguen premiando el descaro o, por una vez, deciden usar el voto como lo que es: una sanción democrática.