El próximo presidente del Congreso tendrá que ser alguien muy distinto a Alejandro Soto. El balance que deja la gestión del apepista es deficitaria por donde se le mire. No solo está en la balanza sus más de 8 meses de desprecio a la prensa, ninguneándola en el mejor de los casos, o considerándola un enemigo político, sino, en el peor, que también se ha dejado arrastrar por todas las trapacerías que han caracterizado este lamentable periodo parlamentario, uno de los peores de la historia. Soto no ha salido a exponer las políticas públicas del Parlamento, sus prioridades en su función de legislar para las urgencias del país o a mostrar los rigores del rol fiscalizador que le compete y, más bien, se ha dejado arrastrar por la avalancha de desatinos y malignidades que incluso lo implican como en los casos de los “mochasueldos” o las leyes con nombre propio. Soto es, pues, uno más de esta caterva de impresentables que llegan todos los días a las oficinas del Legislativo portando un portafolio repleto de indignidad. A diferencia de María del Carmen Alva y José Williams, Soto no ha sabido, ni siquiera, exhibir cuál es el rumbo político del poder del Estado más político que existe. No marcó la cancha ni hizo sentir la voz del más mínimo liderazgo. Enterrado en sus complejos provincianos, sus egolatrías y su propia incapacidad, el cusqueño se irá dejando la impresión de que no fue un opositor al reguero de atrocidades de esta gestión -como las leyes que beneficiaron a la minería ilegal, el retorno de maestros interinos o el salvataje grosero a los “mochasueldos”- sino un cómplice funesto de estas fechorías, un ratón que corre desbocado para esconderse y no enfrentar la felina curiosidad de la prensa.

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