Vivimos en un mundo posmoderno donde el pensamiento líquido ha generado una sociedad profundamente relativista. Este mundo posmoderno empuja a la humanidad a dirigir sus aspiraciones a objetivos supuestamente trascendentes, anclados en una idea de libertad sin fronteras, sin límites, lo que configura, en el plano real, una posmodernidad de deseos insatisfechos por infinitos e irreales. El mundo posmoderno en mayor o menor medida penetró en todas las civilizaciones, en cada uno de los países, conviviendo con los rezagos, a veces grandes, del mundo moderno, el que se rige por la lógica desnuda del realismo y el poder.

Esta convivencia ha generado partidos y movimientos políticos totalmente distintos en su ideario. Por un lado, los partidos posmodernos enarbolaron una agenda líquida, de aspiraciones minoritarias que se presentaron como esenciales para la democracia. Los partidos modernos, por su parte, señalaron objetivos realistas, soluciones probables a la multitud de problemas que se presentan en los países en vías de desarrollo. Mientras la economía funciona, el pensamiento posmoderno triunfa. Pero con la pandemia, ante la montaña de cadáveres y damnificados que ha dejado el Coronavirus en sociedades miserables, la política moderna ha regresado en todo su esplendor.

En efecto, predicar conceptos, ideas, teorías, a veces inasibles y etéreas para una población en problemas, es un ejercicio peligroso, una apuesta de alto riesgo. Cuando la fiebre estalla lo que la población necesita, materialmente, es oxígeno. Y cuando cesa, trabajo. El resto pasa a un segundo plano. La política realista indica que debemos solucionar los problemas materiales en vez de dedicarnos a las discusiones teóricas. Lo primero es lo primero. Oxígeno y trabajo. Salud y seguridad.