El siglo pasado nuestro país fue marcado por el terrorismo como metodología de dos partidos extremistas que le declararon la guerra al Estado peruano con un saldo de miles de muertos y de destrucción de la infraestructura. Tres décadas después la sociedad se encuentra amenazada por el terror en especial las ciudades y los sectores productivos jaqueados por el terrorismo urbano con gran impacto sicológico y alto perfil mediático, que usa diversidad de métodos lo que torna más difícil su combate e incrementa su malsana eficiencia sin escrúpulos en asesinar para mostrar su poder. La extorsión se ha adueñado de ciudades enteras no lejos del terrorismo que afectó las grandes ciudades del mundo como sucedió con los atentados en París en 2015 y Manchester en 2017 que desestabilizaron social y políticamente a sus gobiernos. En el Perú, guardando las distancias y las modalidades, la extorsión tiene efectos altamente visibles, lo que permite difundir el mensaje del terror y exhibir la inoperancia del gobierno. Prospera la inseguridad mientras las medidas gubernamentales parecen inútiles frente a su dimensión y a las tensiones sociales que aumentan. El paro de los transportistas de hace unos días puede ser solo la punta del iceberg.  Se requiere compromiso, imaginación y más recursos del gobierno de Boluarte que está ante su mayor desafío, aunque no lo crea, el que podría derribarlo con alto costo social y político. No se trata solo de la mayor penalización que es solo una parte del problema. Como en los ochenta la sociedad organizada debe contribuir a desterrar este flagelo y las élites intelectuales y políticas deben ayudar a su propia seguridad y la de la sociedad ante mafias que no se detienen ante nada y ponen en peligro el principal derecho humano que es el de la vida.

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