“El turco” era el sobrenombre que un amigo querido le puso a un compañero en su infancia, y que se prolongaría a su adolescencia y juventud. El turco era una persona significativa para su grupo, para sus amigos fuera de la vida escolar y universitaria. Tenía padres, hermanos y otros familiares, pero pasaba sus cumpleaños, fines de semana, feriados y navidades fuera del núcleo familiar.
Con la abuelita, con quien vivió su niñez, dormía durante la Nochebuena, la que generalmente no se celebraba en las casas de su pueblo de residencia. El turco no recibió regalos hasta los 25 años aproximadamente, en que comenzó con un hogar ya constituido a celebrar la Navidad. Es recién en ese hogar donde dicha celebración adquirió dimensión familiar; como también adquirieron sentido de hogar los sábados, domingos y feriados, las 12 de la Nochebuena y Año Nuevo, así como los cumpleaños que los pasaba anteriormente en pensiones, internados y otros lugares.
Lo curioso es que “El turco” compensaba esta ausencia de la familia procurando ser un buen alumno, y, al mismo tiempo, un aceptable arquero, músico; buen organizador, orador, y líder de grupos; y, así, sobre todo construía su presente y su futuro. Seguramente por el afecto y el reconocimiento de quienes lo rodeaban, y sus logros personales, llegaría a convertirse en una persona célebre.
Escribo estas líneas que responden a la realidad porque en estas fiestas debiera llamarnos la atención que haya personas como “El turco” en quienes el impacto de la falta de la familia, que es sin duda doloroso se puede, aunque no siempre, compensar y sobrellevar seguramente con el éxito pasado y presente, pero no obviar ni olvidar. ¡Feliz Navidad!




