Las opiniones en torno a un eventual cambio de nuestro régimen político sostienen que las recientes reformas constitucionales producirán un futuro desbalance de poderes. Los analistas dicen que la exclusión de la investidura, un Senado que no podrá disolverse y la vacancia presidencial a cargo de una mayoría opositora nos estaría conduciendo a una forma de gobierno diferente. Al respecto, el éxito de los modelos clásicos (parlamentarismo y presidencialismo) y los contemporáneos (semipresidencialismo y semiparlamentarismo) reposa en una dimensionada representación diseñada para un sistema de partidos. Por eso, los ejemplos constitucionales en esa materia son los anglosajones que son modelos bipartidistas y bicamerales.
Toda forma de gobierno adoptada por una comunidad política se conoce respondiendo a cuatro interrogantes: ¿qué tan tajante es la separación entre poderes?, ¿las funciones del jefe de Estado y gobierno recaen en dos instituciones independientes o una sola?, ¿existen relaciones ejecutivo-legislativo? y ¿existe una relación fiduciaria?. Sin embargo, en el fondo, la principal fortaleza del diseño dependerá del surgimiento, organización, desempeño y continuidad de un sistema de partidos. Las reglas electorales tienen la responsabilidad para dimensionarlo y la clase política el deber para que sea operativo. Cuando no se consigue o se pierde surgen los conocidos problemas de gobernabilidad e inestabilidad política; por ejemplo, cuando se rompe el bipartidismo, aunque sea imperfecto, o también cuando existen tantos partidos como permita el número de escaños del Congreso. En ese sentido, no es el diseño del régimen político sino el sistema de partidos estables y longevos para brindar estabilidad, gobernabilidad y continuidad en la alternancia democrática.