Las políticas públicas que transforman a la sociedad y promueven el desarrollo están basadas en una ecuación sencilla: el tiempo es esencial para su implementación. Esta variable, la del tiempo, es fundamental para comprender las variaciones de la cultura política y, como es natural, procesos tan complejos no suceden de un día para otro. Recuerdo un seminario en Viena impartido por el profesor Bo Rothstein en el que nos contó cómo un país como Suecia había cambiado implementando reformas paulatinas a lo largo de cuarenta años o más. El camino de las cosas serias dura mucho tiempo pues Roma no se construyó en un día.

Siendo así, hemos de interrogarnos sobre este afán propio de nuestra cultura política, el adanismo institucional. El que llega al poder aspira a refundarlo todo, a renovarlo todo desde cero, a crear ex novo una circunstancia distinta. Como es natural esto es absurdo y no resiste ningún análisis, sin embargo, la clase política presenta este extremo como necesario y el pueblo aplaude porque donde hay ejecuciones públicas la diversión está asegurada. El adanismo retrasa el desarrollo, destruye las instituciones y guillotina a las elites antes que aprendan el difícil arte del gobierno. Clases dirigentes que se renuevan cada año no son clases dirigentes. Es por eso que los experimentos políticos que padecemos no solo son fruto del odio y el rencor, también están nutridos por la impericia, por la incapacidad y por el desconocimiento sobre el funcionamiento del Estado.

Necesitamos estabilidad para crecer. Las buenas instituciones tienen que ser predecibles. Sin estabilidad es imposible implementar políticas de Estado realistas que nos conduzcan al desarrollo y para ello, porque no son entelequias ni algoritmos, las instituciones necesitan estabilidad en los liderazgos. Si esto no se comprende entonces aramos en el mar.

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