La sentencia contra el expresidente Martín Vizcarra marca un nuevo capítulo en la historia reciente del país, uno que, lamentablemente, ya se ha vuelto demasiado tradicional. Frente al cúmulo de evidencias, resultan insostenibles —cuando no absurdas— las acusaciones de “persecución política” o “pactos mafiosos” que el propio exmandatario y sus defensores han intentado instalar para victimizarlo.
Este fallo no es un hecho aislado. Vizcarra se convierte en el quinto expresidente del Perú en terminar en el penal de Barbadillo en los últimos años, un patrón que ya debería alarmarnos más allá del escándalo inmediato. Cada proceso, cada sentencia y cada caída presidencial revelan una constante: durante décadas, los peruanos hemos elegido —consciente o inconscientemente— a personajes que no solo cargaban sombras de corrupción, sino que tampoco demostraron respeto genuino por la ética pública ni por la democracia.
El castigo judicial a Vizcarra es, sin duda, una consecuencia personal por sus actos. Pero el mensaje no se agota ahí. La decisión del Poder Judicial funciona también como una llamada de atención para los votantes, quienes en repetidas ocasiones han entregado el poder a políticos carentes de integridad, arrastrados quizá por la indignación, la desesperanza o la tentación de promesas fáciles.
De cara a las próximas elecciones, este episodio debería servirnos para reflexionar con seriedad sobre a quién estamos dispuestos a confiar el destino del país.




