Cualquiera que sea el desenlace político de esta crisis institucional que padecemos, el pueblo peruano debe apostar por la unidad frente al Bicentenario y no por la destrucción mutua y estéril. El país se ha desangrado sin sentido bajo el prurito de la lucha contra la corrupción. Siempre se debe respetar el Estado de Derecho y el orden legal. De lo contrario, la sana aspiración por la justicia se transforma en el cálculo político que desemboca en la vendetta. Eso no se puede avalar de ninguna manera y para ello, aunque algunos vean fuego por todas partes, hemos de poner paños fríos y reconstruir la unidad de cara al Bicentenario.

El peor de los escenarios es el escenario de la división. El escenario del sectarismo, de la política radical, del maniqueísmo ideológico. Tenemos que aprender a dialogar por encima de las diferencias abandonando el cainismo y la voluntad de aniquilación. Ciertamente hay rivales, amigos y enemigos políticos. Pero lo que no puede existir en un país de gente unida por las cunas y las tumbas es el ánimo de liquidar a todo el que no piensa como uno. Eso es peligrosamente totalitario. Animar la expansión de una nueva tiranía que no permita ningún disenso es suicida, aunque por momentos parezca que los indignados, los enragés, tienen razón mientras Roma arde.

Construir un Bicentenario del odio, un bicentenario de guerra civil política destruirá al país. De las Farsalias de la historia solo surge el cesarismo, prolongando el ánimo de revancha. No olvidemos que todo César, por más invencible que parezca, perece apuñaleado cuando llegan los idus de marzo.