Los defensores del asistencialismo, cada cierto tiempo, prosperan en el mundo de la tecnocracia. Más aún cuando se trata de una tecnocracia con poca capacidad de mirar las buenas prácticas que se multiplican por el mundo. Por eso, tarde o temprano, el asistencialismo termina desnudándose y mostrándose como lo que realmente es: una copia barata de errores en los que el Estado pierde el dinero de los contribuyentes porque no logra atinar en los procesos. Tampoco acierta en la formación de los cuadros que ponen en práctica esos procesos. Todo se reduce, entonces, a cómo se gastan nuestro dinero algunos políticos disfrazados de gerentes, quienes en el fondo no saben mucho gestión.
Recuerdo que el programa Qali Warma fue el buque emblema del humalismo. Un buque calcado de la experiencia del gobierno de Lula da Silva. Por supuesto, lo que terminó mal en Brasil tarde o temprano tenía que terminar pésimo en Perú. Recuerdo que la ministra fundadora y promotora de Qali Warma, apoyada por Nadine Heredia, sostenía en los medios que el programa estrella del humalismo no sería el botín de los proveedores de la alimentación escolar. La realidad nos demostró desde el inicio que eso, precisamente eso, fue Qali Warma, uno de los programas sociales más costosos en la historia del Perú.
Desde el inicio, Qali Warma hizo agua por todas partes. Esto sucede así por una sencilla razón: el asistencialismo sin capacitación está condenado a la ruina. La culpa, por supuesto, es de los asistencialistas que recomiendan estas políticas cortoplacistas que no generan desarrollo real. Por eso necesitamos un Estado que, frente al asistencialismo, oponga una óptica de capacitación. Educación, sí; asistencialismo, nunca. No basta con dar pescado, hay que enseñar a pescar. Y más aún cuando el pescado que los asistencialistas ofertan nos irrita con el hedor de su podredumbre, convirtiendo algo de verdad importante en un esfuerzo francamente ineficaz.