Que haya 38 partidos inscritos para las próximas elecciones generales, que podrían llegar a 68, es un despropósito. Tendríamos más candidatos a la presidencia, pero menos posibilidades de elegir bien. Si a esto le agregamos que cualquiera que haya cometido delitos graves pueda postular, la situación se agrava. Permitir que sentenciados por terrorismo, tráfico ilícito de drogas, atentados contra la seguridad nacional, traición a la patria o delitos contra el orden constitucional aspiren a dirigir el país no solo es una burla al electorado, sino también un riesgo para la integridad de nuestras instituciones.

Frente a este panorama preocupante, el Congreso tiene la oportunidad de actuar con responsabilidad. La reciente aprobación en la Comisión de Constitución para devolver al Pleno la propuesta de ley que limita la participación electoral de sentenciados por estos delitos es un paso en la dirección correcta. Sin embargo, su aprobación definitiva y aplicación dependerán de la voluntad política de nuestros legisladores.

El Estado necesita liderazgos comprometidos, éticos y capaces de construir un futuro más eficaz y libre de corrupción. Es imperativo que los ciudadanos exijamos reglas claras que prioricen la idoneidad de los candidatos y excluyan a quienes han atentado contra los valores fundamentales del país. Solo así podremos garantizar que los cargos públicos estén ocupados por quienes realmente merecen la confianza de la ciudadanía.