Por mucho tiempo he escuchado lograr una “educación de calidad con equidad para todos” como meta del sector educación, sin pensar demasiado en la viabilidad de tal utopía desde la educación.

Si uno analiza cualquier país del mundo y los diversos instrumentos de evaluación que usan para ver los logros de sus alumnos, siempre encuentra que -salvo excepciones- los alumnos procedentes de hogares ricos tienen mejores resultados que la clase media acomodada, y siempre están al final los procedentes de hogares pobres y condiciones de vida vulnerables. Y es que para lograr que todos tengan igualdad de condiciones para el logro óptimo de lo que sus capacidades permitirían se requiere resolver previamente el problema socioeconómico antes que el propiamente educativo. Aún si todos los alumnos irían a la misma escuela, los antecedentes del hogar de procedencia y los múltiples estímulos pre y extra escolares e intrafamiliares marcarán diferencias en el desarrollo pleno de cada alumno incluyendo el educativo.

Siendo así, aún conscientes que desde la educación no se pueden resolver los problemas creados por los factores extra escolares, la pregunta es qué es lo más que se puede hacer para dar mejores oportunidad de cierre de brechas a los alumnos de origen menos favorecido. Y es allí donde una inequidad positiva (así como la discriminación positiva) juega un rol fundamental. Es decir, darle más al que tiene menos, sin limitar al que tiene más. Un plan educativo y presupuesto de esa naturaleza permitirían lograr más que cuando solamente se enfoca la equidad en sus términos más convencionales.