La presentación de la cédula de votación para las elecciones generales de 2026 debería haber sido un acto técnico, casi rutinario. Sin embargo, terminó convirtiéndose en una postal del desorden político que atraviesa el país. Con un tamaño mínimo de 42 por 21 centímetros, será la más grande de nuestra historia y, probablemente, la más confusa. No pocos ciudadanos han dicho que parece más un examen de admisión que una herramienta democrática. Y no les falta razón: 1,748 listas de candidatos entre fórmulas presidenciales, Senado, Diputados y Parlamento Andino abruman incluso al elector más informado.

La abundancia de opciones no equivale a una mejor democracia. Por el contrario, cuando la oferta es excesiva y desordenada, las posibilidades de elegir bien se reducen. El riesgo es claro: el voto termina siendo intuitivo, aleatorio o guiado por el reconocimiento de un nombre antes que por una evaluación seria de propuestas y trayectorias. La cédula, lejos de facilitar la decisión ciudadana, puede convertirse en un instrumento de confusión masiva.

Este escenario no es casual ni inevitable. Es consecuencia directa de decisiones políticas erradas, particularmente del Congreso, que desactivó las elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO), aprobadas en 2019 como un mecanismo de filtro democrático. De haberse mantenido, solo los partidos que superaran una valla mínima habrían llegado a la contienda del 2026. Hoy, en cambio, el sistema ha optado por el todo vale, debilitando la calidad de la representación.

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