Ollanta Humala ha vuelto a ser noticia. No por nada nuevo, digamos, pero su condición de expresidente con cierta autoridad para analizar al gobierno de Pedro Castillo lo ha puesto ante los reflectores. Humala ha dicho que la izquierda peruana es “la más inmadura de América Latina”, y que si por ella fuera, habría terminado colapsando como, a su juicio, terminará este gobierno actual.

Humala, recordarán muchos, se sacudió de la izquierda más sectaria de su gobierno, y eso le generó ser catalogado como “traidor” por ese sector. Por ello, hoy escuchamos a los Bermejo ya los de Perú Libre diciendo que no van a permitir que a Castillo lo conviertan en otro Humala. No quieren ceder, quieren seguir con sus banderas de campaña y sus simbolismos, aunque estos –como el mismo Ollanta dice– no tienen contenido y nos lleven al desastre.

Desde afuera, sin embargo, la mirada es otra. Después de ver el desastre político y la inestabilidad de estos últimos años, el gobierno del nacionalista parece hasta un derroche de criterio y eficiencia. Por supuesto que esto es una exageración: el gobierno de Ollanta Humala transitó también bajo un incesante ruido político, y la sensación de crisis no estuvo ausente. Eso, sin mencionar la cola de Lava Jato. Pero la economía, la implementación de programas sociales y otros aspectos le dan un balance aceptable. Si vemos las últimas campañas, candidatos como Alan García y Keiko Fujimori terminaron reivindicando algunas políticas de Humala, sobre todo en lo social.

Para Castillo, la humalización sería correrse al centro y dejar de lado las propuestas radicales y populistas que persisten en Perú Libre, en el ala de Cerrón. Es decir, gobernar no solo para quienes votaron por él en primera vuelta. ¿Eso sería malo? Lo otro es seguir minándose por dentro hasta verso al borde del precipicio. Y eso, según lo que se ve por ahora, parece inevitable.