La inmunidad parlamentaria del art. 93 constitucional es una garantía para el ejercicio de la función, no un privilegio. Garantiza la libertad del representante y trata de impedir que la acusación esconda un móvil político. Tiene mala prensa en el Perú porque en muchos casos se ha convertido en impunidad, pero ello no justifica su eliminación.

El pleno del Congreso aprobó el proyecto que plantea la reforma no referida a delitos de función. El cambio toca al procesamiento por la comisión de delitos comunes imputados a congresistas durante el ejercicio de su mandato. Si es aprobado definitivamente dará competencia a la Corte Suprema y para los cometidos antes de su elección al juez penal ordinario.

La inmunidad es una protección especial para la labor esencial de fiscalizar que junto a representar y legislar es la razón de ser de un congresista. El cambio no es poca cosa, mutila posibilidades, coloca al parlamentario en indefensión en un país donde las denuncias y demandas son cosa de todos los días con pruebas o sin ellas. Puede hacerlo víctima de una madeja de procesos sin fin, bien dirigidos a neutralizar su accionar en caso de abocarse a las causas nobles. Ningún doble o triple cuidado en su vida personal le permitirá librarse de la mala fe, de la destrucción política y de las venganzas personales. Esta es la implicancia de eliminar la inmunidad de arresto que impide que los congresistas puedan ser apresados y la inmunidad de proceso, que impide que puedan ser sometidos a juicio por delito sin previa autorización del Congreso, desde que son elegidos hasta un mes después de haber cesado. No nos dará un mejor Legislativo pero sí uno más debilitado con más temores y arrinconado por poderosos intereses que pretenden llevarse el país como botín. Tenemos demasiadas pruebas de la corrupción política para ser tan ingenuos.