La jornada electoral en Chile dejó una lección: la fortaleza de una institucionalidad que se expresa no solo en las normas, sino en las conductas políticas. El reconocimiento del resultado electoral, el saludo del perdedor al ganador y el gesto del presidente Gabriel Boric, saludando a José Antonio Kast, son actos que reflejan una cultura democrática consolidada, donde el respeto al cargo y al proceso está por encima de las diferencias ideológicas.
Chile ha construido esta cultura a lo largo de décadas, combinando estabilidad institucional, reglas claras y una comprensión de que la democracia no termina en la competencia electoral, sino que se sostiene en la aceptación de sus resultados. Este comportamiento no es anecdótico. Responde a una tradición republicana en la que las instituciones pesan más que los liderazgos individuales y donde el ejercicio del poder está limitado por normas y prácticas ampliamente respetadas.
El contraste con el Perú es inevitable. Nuestra historia reciente muestra episodios recurrentes de desconocimiento de resultados, confrontación permanente entre poderes del Estado y una preocupante personalización de la política. Esta fragilidad institucional tiene costos económicos, sociales y de gobernabilidad que el país arrastra desde hace años. Si el Perú aspira a un desarrollo sostenido, y a recuperar la confianza en la política, debe entender que la institucionalidad no se decreta: se cultiva. Implica respeto a las reglas, reconocimiento del adversario y comprensión de que los cargos públicos representan al Estado, no a proyectos personales. La experiencia chilena recuerda que la madurez política es, ante todo, una práctica cotidiana.




