Pasamos los cien días y la pandemia es más peligrosa que cuando el gobierno decidió recluirnos para evitar el contagio masivo. Aunque las razones persisten se ha decretado la vuelta a la normalidad para no dañar más la economía, cuyo decrecimiento del 40%, nunca antes visto, la ha colocado en cuidados intensivos. El desastre está graficado en cifras de terror que Martín Vizcarra no quiere leer porque exigen un cambio total de estrategia. Nos queda la primera página de El Comercio, con 100 días que pasarán a la historia de la inoperancia y la fatalidad. La catedral con las fotos de miles de fallecidos y el balance autocomplaciente del presidente, que no reconoce errores ni omisiones. Este legado precede la nueva normalidad que regirá la salud y la economía hasta el fin de la epidemia, con días de riesgo ubicuo y permanente para todos, con un sistema sanitario con demasiados puntos débiles no contrarrestados. Pero la soberbia oficial se sostiene sin rubor. Sin propósito de enmienda de la política inepta y excluyente de este gabinete o consejo de sabios que hace rato debió renunciar. Y solo faltaba que algunos medios pidieran que Vizcarra se quede en el poder para reconstruir el país como lo hizo Leguía posguerra del Pacífico. Porque es un provinciano predestinado que ha hecho todo por las mayorías. ¿Qué? ¿En qué país están? En el de los amigos que no critican, los de la feria de millones que no llegaron a la gente de las ollas comunes, la que pide comida en las calles y es despedida por las grandes empresas. Las dimensiones del drama claman por un cambio de ministros y de políticas. El fracaso agrava la rabia, la indignación y el dolor. Solo la unidad podría enfrentar la calamidad anunciada y la angustiante indefensión presente. Si continuamos así pagaremos caro la obsecuencia. Cada día cuenta.

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