Son más de cien días de nuevo gobierno y parece claro que nos encontramos con un estilo signado por el progresivo cambio e instalación de cuadros cuyo común denominador no es el relevo de un técnico por otro, sino la fidelidad al plan maestro ideológico para cambiar los principios y reglas fundacionales: la Constitución. De este modo, nos tienen con la política del zigzag y las medias tintas.

En resumen, cada semana comienza con un anuncio político retador (nueva reforma agraria, renegociación de contratos, pedidos de cuestión de confianza, ley para nacionalizar el gas), seguido del negacionismo por el jefe de Estado en las redes sociales; finalmente, se toma una decisión distinta o se mantiene una indecisión que nos deja un sinsabor de por medio, pues, si bien pareciera que no se consumó la amenaza, lograron dar un paso adelante hacia sus objetivos.

Por ejemplo, señalan que no está en la agenda el cambio de Constitución, pero que “tampoco tengamos miedo a plantearlo” o que “sí es una prioridad de carácter nacional”. En otras palabras, el gabinete cambia, pero sigue confrontando al Congreso, donde carecen de mayoría para adecuarse a la composición de fuerzas en el hemiciclo y nombrar gabinetes de consenso (realpolitik); sin contar un ambiente donde vacancia y disolución predomina a otras instituciones más comunes, como son la interpelación y censura.

El segundo gabinete puede traer un cambio de formas, pero no de fondo; quizás la novedad es que se encuentra un poco más cercano a partidos menos radicales y contemporizan con intelectuales progresistas, pero la clave de una verdadera moderación ideológica hacia una izquierda democrática será gobernar respetando el Estado de derecho y desistirse de convocar una asamblea constituyente que sólo aporta más sombras e inseguridades en materia jurídica y política, al interior y exterior del país.