Desde los tiempos en que montones de denuncias de corrupción, robos descarados, licitaciones fraudulentas y botines arrebatados al erario público dominaban la escena cotidiana del país durante el régimen de su socio, Pedro Castillo, Verónika Mendoza, con un cuajo que generaría la envidia de Jorge Barata, ha hecho un llamado a la insurgencia. “Nadie debe obediencia a un Gobierno usurpador”, ha dicho la escribana de las agendas de Nadine. “No tenemos por qué rendirle pleitesía a este Gobierno y Congreso mafiosos”, ha añadido la aliada del prófugo Vladimir Cerrón. La congresista Sigrid Bazán la secunda. El periodista César Hildebrandt señala sobre la defensora de la corrupta Susana Villarán que “ha hecho méritos para empezar a mirarla, otra vez, con interés y con respeto”. No es nueva esa demanda. El mes pasado, otra integrante de esa izquierda repugnante, la expresidenta del TC Marianella Ledesma, hizo la misma invocación, el mismo llamado. Pero está claro que ningún jurista con un mínimo de doctrina podría considerar que este Gobierno y este Congreso son usurpadores. Ni la contaminada CIDH se atrevería a tanto. Pueden ser malos, deficientes, obtusos, sospechosos de corrupción, deplorables o indefendibles (y un largo etcétera), pero no usurpan nada que un grupo ingente de desorientados electores no le hayan dado, de forma indiscutiblemente constitucional. Tienen el poder que, precisamente, gente como esta les dio; el poder que, por ejemplo, Dina Boluarte heredó luego de que el miserable por el que los ahora promotores de la insurgencia pidieron votar se convirtiera en el Gerson Gálvez Falla, “Caracol”, de la Casa de Pizarro. Así que le duela a quien le duela, este es un régimen legal y jurídicamente incuestionable. Y seguramente (porque nunca se sabe qué puede pasar en el Perú) llegará al 2026. Así que sóbense nomás.

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