Al cumplirse el plazo para la inscripción de candidatos a las elecciones generales de 2026, el panorama que se presenta resulta, como mínimo, inquietante. Entre los postulantes aparecen personajes que compiten desde la cárcel o la clandestinidad, junto a hojas de vida marcadas por antecedentes de agresión, corrupción y denuncias de acoso sexual. A este cuadro se suman figuras mediáticas sin mayor trayectoria pública, madres y hermanos de políticos conocidos y los mismos de siempre.

Es cierto que la ley garantiza el derecho de todos los ciudadanos a postular, pero ese derecho no puede confundirse con la idoneidad para gobernar o legislar. Llegar al Ejecutivo o al Congreso debería ser el resultado de una combinación de preparación, experiencia y solvencia moral. Sin valores y sin capacidades, el ejercicio del poder solo profundiza la crisis de representación y la desconfianza que hoy pesan sobre las principales instituciones del país.

El riesgo de repetir —o incluso empeorar— los errores de los últimos gobiernos y parlamentos es real. Un sistema político debilitado, partidos sin filtros y candidaturas improvisadas son el caldo de cultivo para nuevas frustraciones nacionales. La responsabilidad no recae únicamente en las organizaciones políticas, que han demostrado serias falencias, sino también en un electorado que muchas veces vota por simpatía, notoriedad o simple rechazo al adversario.

Por ello, el llamado es a ejercer un voto consciente e informado. Evaluar las trayectorias, los antecedentes y las propuestas de cada candidato no es una opción, sino una obligación democrática.