Como tantas veces, el divorcio entre la ciudadanía y la clase política ha llegado a su punto límite. El creciente malestar social se expresa en protestas y marchas que cuestionan al Gobierno y al Congreso, pero ese legítimo descontento no puede transformarse en un terreno fértil para la violencia, el vandalismo y los desmanes. Convertir la indignación en caos es exactamente lo que buscan los enemigos de la democracia.

El clima de odio y agresión se ha vuelto insoportable. El país parece haber perdido la capacidad de convivir en medio de las diferencias. Si no se restablecen los canales del diálogo y el respeto, cualquier proyecto radical que explote esta fragmentación encontrará el escenario perfecto para prosperar. Esa es la verdadera amenaza que enfrentamos hoy.

Lo más trágico es el costo humano. Nuevamente hay un muerto por acción de un mal policía que merece la sanción más dura. Las autoridades han prometido justicia por la víctima más reciente, y corresponde que las investigaciones sean rápidas, imparciales y firmes. Debemos saber qué ha sucedido alrededor de este hecho que ha irritado más lo ánimos en cierto sector.

El Perú necesita reencontrarse. La violencia no es el camino. Solo con orden, justicia y empatía podremos cerrar esta peligrosa brecha entre el poder y la gente antes de que el país se hunda aún más en la desesperanza.

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