El próximo gobierno y el próximo Congreso tienen el deber histórico de sentarse a negociar unos Pactos del Bicentenario. No se trata de una solución política o de un gesto de buena voluntad. Es una cuestión de vida o muerte. Es una cuestión de supervivencia. O pactamos en los temas esenciales o el país colapsa hasta abrir las puertas del radicalismo. La absurda guerra civil política que nos ha conducido al desastre tiene que terminar. El Estado no puede actuar como un órgano de represión porque eso es propio de las dictaduras, no de las democracias libres. Si queda algo de sentido común, el país debe sentarse a negociar un mínimo común que nos permita llegar al Bicentenario como una sociedad viable, no como la tierra de Caín y Abel. El pacto se impone para salvar al Perú.

No solucionaremos la grave crisis de la salud pública, la postración de la administración estatal y el apocalipsis económico que se avecina si continuamos fomentando un escenario de polarización y violencia. La persecución política tiene que terminar. Todos los esfuerzos nacionales deben conducirnos a gestionar la hecatombe del Bicentenario o de lo contrario el Perú quedará exangüe y demolido. La guerra con Chile nos pilló desunidos, la derrota fue larvada en nuestro cainismo fratricida. O pactamos por nuestros hijos o el abismo de la división destruirá lo que queda de la democracia peruana.

La clase dirigente debe comprender que no habrá una victoria total para ninguna facción. Muy por el contrario, todos son debilitados en un gobierno jacobino, todos salen derrotados, lo que siempre es aprovechado por el bonapartismo autocrático. O democracia o tiranía. A eso se reduce la cuestión.