Me apena que Trujillo, mi ciudad natal, sea de nuevo blanco de la criminalidad y estigmatizada como el punto negro del país, donde esta vez los delincuentes dejaron un explosivo en la puerta del Ministerio Público. Si bien hecho, lamentablemente, marca un antecedente funesto, esta ola roja no ha iniciado recién. El año 2005, en el distrito trujillano La Esperanza, ocho personas fueron asesinadas a balazos en un bar. Eran tiempos violentos que, una vez más, propiciaban densas reuniones entre autoridades locales y nacionales para baldear los hechos de sangre. Igual escuchamos: esto marca un antes y un después. A finales del año 2017, cinco personas acabaron sus días a punta de plomazos. Cuatro víctimas perecieron en una cochera y la otra en una bodega. Para la Policía, estas muertes guardaban relación. Estos crímenes ocurrieron a manos de sicarios, en un claro ajuste de cuestas. En la región La Libertad no solo existe una guerra de bandas que lleva años, sino que el escenario donde se desarrolla se ha extendido a las provincias. Los criminales llegaron a Pataz desde hace más de diez años, sabiendo que el resguardo policial es escaso y que la minería informal les puede llenar los bolsillos. Los tiempos violentos no han vuelto, sino que nunca se esfumaron. El ataque al local principal del Ministerio Público trujillano no puede tomarse como un punto de partida para hacer algo, sino que es parte de esa extensión del brazo criminal que tiene acceso a los explosivos de su principal cliente: la minería informal.