La pandemia obligó a resetear la visión sobre la educación en los colegios del mundo y por supuesto en el Perú. Acciones que en épocas pre pandémicas podrían haberse calificado de “revolucionarias” se tuvieron que implementar sin mucha discusión: priorizar el apoyo a los más vulnerables incluyendo presupuestos de emergencia (cubrir los costos de las telecomunicaciones, adquisición de un millón de laptops), activar alguna forma de radio y televisión educativa, replantear el rol docente, reformular las prioridades del currículo y las formas de evaluación, incorporar la dimensión virtual al cotidiano educativo, atender las dimensiones socioemocionales de los estudiantes, cooperar entre padres y maestros, reconocer la diversidad de colegios y darles mayores niveles de autonomía para encarar sus retos específicos, etc.
El retorno a la presencialidad abría dos posibilidades: profundizar los cambios que ya se pusieron en marcha durante la crisis de la pandemia, o, retornar al sistema pre-pandemia con todos sus defectos y deficiencias con lo que se permitía a los funcionarios y políticos sentirse seguros con lo conocido, aún si reflejara un sistema a todas luces mediocre y malformador de estudiantes.
El Gobierno y el Congreso no solo optaron por el retroceso para garantizar la continuidad de un sistema que maleduca a nuestros estudiantes, sino que agregaron una serie de candados conservadores en materia de currículo, textos escolares y educación sexual. Todo esto es paradójico porque en el Ejecutivo y Legislativo hay más maestros que nunca en condiciones de transformar la educación.